ocos días después de esto entró una mañana Liduvina en el cuarto de Augusto diciéndole que una señorita preguntaba por él. –¿Una señorita? –Sí, ella, la pianista. –¿Eugenia?
Callaron los dos amigos un rato, y después que el breve silencio selló el relato dijo Víctor: –Conque ¡anda, Augusto, anda y cásate, para que acaso te suceda algo por el estilo; anda y cásate con la pianista!
Las señoras despejaron; y retirándose entre las columnas de la galería, entonaron el canto lejano de los coros. La pianista, encantada de aquella feliz ocurrencia que le permitía lucirse en su acompañamiento, comenzó su ejecución.
Daba gusto ver al jinete galopar en el ensillado, con esa regularidad rítmica de paso y esa serenidad que nada turba, mientras que, desnudo y liviano, trotea el de tiro, igualándose bien en la marcha, ambos, y caminando a la par, tan acordes como las dos manos de un pianista, aunque una toquetee ligero la sonata, mientras la otra insiste en el bajo, acompañando.
i Ni cómo olvidar á Cristina Bustamante, la hada gentil de rizos cabellos y ojos fascinadores, que tan melódicos trinos arrancaba de su garganta de iruiseñor; á Rosa Mercedes Ri- glos de Orbegoso, la aristocrática dama, cuya pluma nos em- belesaba con escritos de académica corrección; á Rosa Ortiz de Cevallos, la magistral pianista; á Victoria Domínguez, la risueña joven, que cambió en breve su corona de azahares por las amarillentas flores del sepulcro; á Manuelita V.
Su hijo era un pianista algo mejor que mediano, empezó Arial a fijarse en ello, y venciendo la vulgaridad de encontrar detestable la música de las teclas, adquirió la fe de la música buena en malas manos, es decir, creyó que en poder de un pianista regular suena bien una gran música.
Menos mal por las noches, desde que había venido el señor Rodríguez, un violinista muy aceptable, de la buena escuela. Don Ramón Betegón, el pianista, concluida su tarea de la tarde se iba a comer y volvía al Iris a las ocho y media.
Se diría que de los ojos de Carmen una corriente eléctrica iba hasta los ojos de Ventura, y le llevaba consigo la inspiración, la habilidad artística, aquella manera sublime de interpretar, según el pianista.
«¿Una señorita?» «Sí –dijo Liduvina–, me parece que es... ¡la pianista!» «¡Eugenia!» «La misma.» Quedóse suspenso. Como un relámpago de mareo pasóle por la mente la idea de despacharla, de que le dijeran que no estaba en casa.
Meyerbeer era a los nueve
pianista excelente, y a los dieciocho puso en el teatro de Munich su primera pieza La Hija de Jephté; pero hasta los treinta y siete no ganó fama con su Roberto el Diablo.
José Martí
Iba el
pianista dando tumbos en el aire con la cabeza desmelenada; corría presuroso el arco sobre las cuerdas del violín y, de repente, se encabritaba la música y todos los músicos hacían lo posible por arrancar de nuevo en la frenética sucesión de aquellas notas desarticuladas.
Alfredo Mario Ferreiro
-dijo mister Podgers-. Una excelente pianista, aunque no sea quizá una compositora excepcional. Muy reservada, tímida y dotada de un exaltado amor a los animales.