Es la noche
del 24 de diciembre: ya la grave campana de Santángelo se prepara a herir doce voces el aire y la carroza pontifical, sin escolta, sin aparato, se detiene al pie de la escalinata de Trinità.
Emilia Pardo Bazán
A la luz de las estrellas y a la mucho más viva de los millares de cirios de la Basílica iluminada de alto abajo, hecha un ascua de fuego, adornada como para una fiesta y con las puertas abiertas de par en par, por donde se desliza, apretándose, el gentío ansioso por contemplar al Pontífice, se ve, destacándose de la roja muceta orlada de armiño que flota sobre la nívea túnica, la cabeza hermosísima
del Papa, el puro diseño de medalla de sus facciones, la forma artística de su blanco pelo, dispuesto como el de los bustos de rancio mármol que pueblan el Museo degli Anticchi.
Emilia Pardo Bazán
Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él -¡horrible sacrilegio!- de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad
del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.
Emilia Pardo Bazán
Entra, por fin, en la Basílica; cruza las naves, desciende la escalera dorada que conduce a la cripta, y mientras a sus espaldas la guardia brega para reprimir el empuje
del torrente humano que pugna por arrimarse a la balaustrada, en el recinto descubierto, más bajo que la multitud, el Papa queda solo.
Emilia Pardo Bazán
Le paseaba, le adivinaba los gustos, le traía juguetes y golosinas, y el chico tomaba los juguetes un momento y luego los dejaba caer, con indiferencia, a los pies
del sillón en que permanecía lánguidamente sentado meses y meses.
Emilia Pardo Bazán
Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior, un burdo tejido de Cilicia que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba para orar, en las noches de enero, después de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras
del rezo se confundían en su boca.
Emilia Pardo Bazán
Tenía yo un amigo, llamado Ramón Gámez, teniente de cazadores de mi mismo batallón, el hombre más cabal que he conocido. Nos habíamos educado juntos; juntos salimos
del colegio; juntos peleamos mil veces, y juntos deseábamos morir por la libertad.
Pedro Antonio de Alarcón
¿En qué casucha de aldeanos, en qué glacial dormitorio
del Hospicio? ¿Vivía siquiera? ¿Valía más que viviese? Estremeciéndose de frío moral, Revenga subió el cuello
del gabán y caló el sombrero.
Emilia Pardo Bazán
D. Eugenio Portocarrero, conde
del Montijo, a la sazón Capitán General
del antiguo reino de Granada... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso
del engañado dueño, dió orden de que dejasen pasar al gitano.
Pedro Antonio de Alarcón
En el fondo
del lienzo se veía pintado otro cuadro, que figuraba estar colgado cerca
del lecho de que se suponía haber salido el religioso para morir con más humildad sobre la dura tierra.
Pedro Antonio de Alarcón
Con inocente coquetería se alisaba el pelo ondulado y se miraba en el espejo de tres lunas, cerciorándose de que las señales de las lágrimas se habían borrado
del todo, después
del lavatorio con colonia y el ligero barniz de velutina.
Emilia Pardo Bazán
¿Quieres que le enseñe el francés a una mula? El Conde
del Montijo no pudo contener la risa. Luego preguntó: - Y ¿qué respondió Parrón a todo eso?
Pedro Antonio de Alarcón